Por G. Sarton
Hacia el siglo III de nuestra era. . . la antigua mitología había llegado a ser insostenible, a pesar de lo cual los misterios, cultos y liturgias eran todavía muy populares entre todas las clases sociales. La gente ilustrada y de mundo atesoraba los mitos sólo como una forma de poesía nacional, pero, por otra parte, los había sustituido por una religión astral, que favorecía los engaños de la astrología, y era, a su vez, protegida por ellos.
Todo ello era demasiado culto y objetivo para el hombre o la mujer ordinarios, que anhelaban una fe viva y una religión personal, emocional y expresiva. Algunas religiones orientales, entre las que el cristianismo fue, durante largo tiempo, la menos conspicua, satisfacen en grado diverso aquellos anhelos. El desarrollo del cristianismo, tanto en sus comienzos como más tarde, es uno de los misterios del mundo; es un misterio sagrado, en el sentido más elevado.
Los acontecimientos que guiaron a la Iglesia y decidieron su triunfo final ante numerosas calamidades, son tan increíbles o milagrosos, si se quiere, que los apologistas cristianos los han esgrimido como pruebas irrefutables de la verdad y superioridad de su fe.
Uno de los factores más extraordinarios es la preeminencia, en los primeros tiempos, de la gente pobre, de aquellos a quienes se despreciaba y pisoteaba. Los hombres que tenían menos influencia social fueron los agentes principales de la revolución que transformó el mundo. Fue más tarde y lentamente cuando los hombres acaudalados se unieron a los catecúmenos. Esta historia se conoce también que no necesito repetirla aquí. Demos un gran salto hasta la época que estamos contemplando ahora. Sirve de hermosa introducción a ella una mujer de humilde origen, hija, según se dice, de un posadero, Elena, que llegó a ser la amante de Constancio, un funcionario romano. Alrededor de 274, les nació en Nissa un hijo, a quien llamaron Constantino, y los padres, entonces, se casaron legalmente; pero cuando Constancio fue proclamado César en 292, se vio obligado a repudiar a su esposa para casarse con otra mujer más respetable. Constancio Cloro fue emperador de 305 a 306; su hijo, Constantino el Grande, de 306 a 337.
Constantino fue el primer emperador que estuvo en favor del cristianismo. En 313 emitió el Edicto de Milán, que aseguró la tolerancia para los cristianos en todo el Imperio, y poco después tuvo lugar el reconocimiento oficial del cristianismo. Hacia 324, eran ya muy ostensibles los monogramas cristianos en las monedas. Constantino llevó su capital fuera de Roma, que era todavía una fortaleza del paganismo, y la estableció, en 326 en lo que era Bizancio; a la nueva ciudad se le dio su nombre, Constantinopla; se inauguró en 330 y fue consagrada a la Santa Virgen. Aunque a Constantino le llamaron el Grande, era un hombre pequeño, en realidad; pero tuvo visiones y tomó decisiones trascendentales; a él se le debe el triunfo político del cristianismo, que fue desterrando al paganismo, y forjó la autoridad amplia y absoluta del autócrata en la Iglesia y el Estado. Sus muchos crímenes y pecados quedaron lavados al ser bautizado por Eusebio de Cesarea, no mucho tiempo antes de su muerte, acaecida cerca de Nicomedia en 337; fue enterrado en Constantinopla, su ciudad.
Es posible que Constantino llamara a su madre a la corte imperial en (o después de) 306, y que, después de su propia conversión al cristianismo, en 312, la convirtiera a ella (se dice también que fue ella quien lo convirtió a él).
Los crímenes cometidos por su hijo fueron, acaso, la causa del voto que (teniendo ya ochenta años) le hizo de ir en peregrinación a Tierra Santa; cumplió su promesa y descubrió la Verdadera Cruz en Jerusalén, el 3 de mayo de 326.
Murió no mucho más tarde, hacia 327 o 328, quizá en Roma. No conocemos ni el lugar de su muerte ni el de su enterramiento. No fue nunca emperatriz, ni siquiera por poco tiempo, pero, andando los años, fue canonizada. Hoy le conocemos como Santa Elena.
Este artículo fue publicado en la revista ALTAMIRA (año 1 No 1) en diciembre de 1994, cuyo director fue HECTOR RODRIGUEZ C.